50 años es una cifra redonda, carne y rogatorio de conmemoraciones, coloquios e iniciativas en las que, como la puesta en marcha por el gobierno, se está abordando la recuperación de la libertad democrática. Si bien ésta se logró posteriormente, la muerte del dictador comenzaba a calmar con un champán todavía clandestino la sed de un cambio que se había estado construyendo, y seguiría construyéndose, en el día a día. Los hubo también que lamentaron su muerte, que fueron compungidos, con la boina retorciéndose entre sus manos, a llorar en la tumba del último caído. Como aquéllos, los hay hoy también que celebran la figura de un dictador cuyo legado, consideran, es digno de recordar y restaurar.
Así al menos debió de pensar el profesor de un Instituto de Educación Secundaria de Valladolid que, según denunció el Sindicato de Estudiantes de Castilla y León, organizó el pasado diciembre un viaje con varios de sus alumnos de bachillerato al Valle de los Caídos. Digno lugar para la chavalería, que en el autobús vino entonando alegremente y al paso de la paz el Cara el sol falangista. Viejos himnos de una gloria irredenta y sanguinaria. Hacer España grande otra vez, debieron de pensar. Una grandeza que recupera, merecedora de su tradición, la intimidación verbal y la agresión física. Que se lo pregunten si no al portavoz de ese mismo sindicato estudiantil de Castilla y León, que a finales de enero fue atacado por varios de aquellos chavales que acudieron a honrar la vieja cruz franquista, cuya paz, como la de los viejos tiempos, se sigue construyendo sobre la violencia y la imposición del silencio.
Hace unos años esta noticia probablemente hubiese quedado en una anécdota, uno de esos hechos aislados asociados a quienes hasta hace unos pocos años se les llamaba, con demasiada cautela, nostálgicos de la dictadura. Hoy, sin embargo, saltan las alarmas. Lo sucedido en un instituto de Valladolid es sintomático de una tendencia entre las nuevas generaciones que, demasiado a menudo, reivindican la dictadura como un período de prosperidad y encumbramiento nacional. Una tendencia que va al alza, y que se vio en las manifestaciones en frente de la sede del PSOE en Ferraz, o durante el desastre provocado por la DANA en Valencia el pasado mes de octubre. Entonces circuló por las redes imágenes de Franco, cuyas presas y embalses habrían contenido durante décadas la furia de la naturaleza, y cuya destrucción a manos del actual gobierno, socialista para más inri, habría provocado la tragedia.
Bulos y mitos que viajan en esa cadena virtual de mensajes aleatorios, breves y sin ningún tipo de base científica, pero que resultan tremendamente efectivos en la educación y socialización de los más jóvenes. Así lo reconocía, para su deleite, el diputado de Vox Manuel Mariscal en el Congreso de los Diputados. Afirmaba, desde la tribuna de una democracia representativa, que «muchos jóvenes están descubriendo que la etapa posterior a la Guerra Civil no fue una etapa oscura». Qué oscuridad ni qué leches, aquella fue, sentenció, una etapa «de reconstrucción, de progreso y de reconciliación para lograr la unidad nacional». Declaraciones que van directos al cuadrilátero de una batalla cultural en el que, de momento, ya han logrado derogar la Ley de Memoria Democrática en nuestra comunidad.
Se podría decir, por tanto, que, a 50 años de su entierro, asistimos hoy a una juvenil resurrección del dictador. Un fenómeno que está estrechamente vinculado al ascenso de la extrema derecha entre los menores de 24 años. Y es que, aunque nos pese y por muy superficiales que nos puedan parecer, sus propuestas discursivas aportan elementos que confrontan la coyuntura precarizada de una vida que se escapa entre alquileres sobreestimulados, salarios paralizados y una perspectiva laboral estancada en la más absoluta de las incertidumbres. La desconfianza en el presente y, más aún, en el futuro, da paso al anhelo de una protección que galopa a lomos de un pasado restaurativo, cobijo de un nacionalismo de cuentos imperiales, leyendas blanqueadas y pulseras identificadoras.
Frente a todo ello, hoy y no mañana, debemos ser capaces de articular una política que combata la creciente desafección democrática entre las nuevas generaciones. Se ha de hacer a partir de decisiones valientes que encaren problemas que, como el de la vivienda, afectan directa y especialmente a la juventud. Ahora bien, a la pata de los resultados y la eficacia política, se ha de sumar otra que refuerce los lazos afectivos con una democracia con la que se puedan identificar. En este sentido, es imperativo fortalecer una memoria democrática que sea capaz de reparar la dignidad de las víctimas, subrayando la naturaleza criminal del franquismo. También, y aquí se debería incidir más, de restituir los valores de una democracia conquistada colectivamente, y que interpele a los más jóvenes desde el entusiasmo de unos compromisos heredados.
En definitiva, la mejor manera de celebrar los 50 años de la muerte de Franco es mirar al futuro. Un futuro al que debemos ser capaces de devolver el principio de esperanza. Un futuro que, lejos de cualquier tipo de nostalgia, podamos contemplar con las lentes de aquellas botellas de champán de ese ya lejano 20 de noviembre, en el que se bebieron los primeros sorbos del cumplimento de unas ilusiones trabajadas por una juventud, la de entonces, que se recuerda demasiado poco. Y es que, porque fueron, somos, y porque somos, y esto debemos pelearlo, serán.
Daniel Canales